jueves, 26 de julio de 2007

La familia que podría destruir

Está en riesgo una familia tipo película gringa: Una esposa abnegada, espectacular, que inexplicablemente se mantiene más buena que una Barbie; tres hijos de doce, ocho y tres años, un pastor alemán bastante parecido a un caballo, una jaula a reventar de periquitos australianos y un paquete de suegros, cuñados, hermanos, primos y compadres ideal para hacer parrillas y otros saraos familiares.

Sí, no es necesario que exclamen cosas como “¡Qué mala! Acabará con una hermosa familia”, eso lo sé y de allí se deriva mi ratón moral… ¿Qué pasa? ¿Acaso creen que los cachos no tenemos conciencia? Por eso esto es tan difícil, si no ya hace mucho me hubiese lanzado a la calle, le hubiese dicho todo, todito a Julio, sin tapujos, sin moral… Al fin y al cabo el recato es enemigo del placer y yo, definitivamente, me solidarizo con el segundo, salvo en días como hoy, que vi a Julio, acarreando su barriga para correr tras su hijo menor ante la mirada inerte de una filmadora que, seguro, servirá para colgar lo genial de un día de sol en algún portal, tal vez youtube.

Primero lo primero: Hablemos de Julio


Julio es uno de esos tipos que al parecer hacen brujería para gustarle a tanta gente. Julio es bajito y panzón y tan anticuado que podría anunciarse como viajero del tiempo proveniente de los años cuarenta. Julio es calvo y el poco pelo que sobrevive al paso de las angustias y los años es canoso y ensortijado. Julio es feo, lo sé, y lo saben todas las demás. Sin embargo, algo indescriptible emana de sus ojos encontrados y hechiza a quienes tienen la mala suerte de acercársele. Es como aquella fiera mitológica a la que nadie podía ver a los ojos, so pena de petrificarse. Julio encanta y enamora con su voz afeminada, con sus uñas recortadas con los dientes, con todo lo que lo hace ser un antihéroe.

Apostaría uno de mis senos a que Julio se cepilla los dientes sólo dos veces por semana y, aún así, una larga fila de mujeres mataría por robarle un beso. De hecho, he llegado a sospechar que un beso de Julio debe ser impersonal y frío, con los labios casi cerrados y sin dinamismo alguno porque, ¿saben? Estoy casi segura de que Julio usa plancha.

Y antes de enfilarse a dejarme la pregunta del millón en la sección de “Comentarios” les aclaro lo evidente: Estoy consciente de que es feo y, para colmo, está casado. Sé que no tiene dinero y si lo tuviera no lo pondría al alcance de alguna de sus barraganas. Juro por mi vida que no es un asunto de estatus, de conveniencia, y lo más importante del caso: No sé por qué lo quiero para mí.

martes, 24 de julio de 2007

El juicio al cacho



Puta, ramera, barragana, bicha, ligera, meretriz, mesalina, pervertida, viciosa, disoluta, inmoral, robamaridos, descarada, regalada, y un sinfín de formas adicionales a las citadas son buenas para identificarnos allá, a lo lejos, desde la altura del pedestal de las damas, de las “dueñas” de los tipos, de las legales… Toda la grandeza de una fémina, su delicadeza, sus pasiones, sus dichas, sus miedos, sus sueños e incluso los vestigios de inocencia que ningún detergente puede borrar, se van al traste en sólo una palabra, adjetivo, sustantivo, verbo…

¡Qué importa! Nadie se detiene a pensar que tal vez nosotras nos enamoramos desde la clandestinidad, desde las sombras, desde la furtividad y los cargos de conciencia. Nadie –o tal vez sólo unos pocos- se detienen a considerar que muchas de nosotras vamos como corderitos a confesarnos y cumplir la penitencia no por la intención de no volverlo a hacer, sino con la Fe de recibir ayuda divina para volverlo a intentar y lograrlo: Para conquistar al papacito en cuestión, para que lo que el hombre ha unido amparándose en el nombre de Dios y quizás con mal ojo y puntería, y que Dios ha tambaleado al cruzarlo a uno en el camino, se separe de la forma menos caótica y dé cabida a un verdadero –aunque para muchos ilegítimo- final feliz.

El punto es que yo he preferido autodenominarme “El Cacho” para no ser tan ruda conmigo misma y a la vez desafiar a las señoras puritanas asumiendo mi posición en la guerra que libro no por dinero o lujuria ni por conveniencia, sino simplemente por ganar el amor de un hombre, su compañía, o nada…

Lo que más me acongoja de esta situación no es ser el cacho, sino que tal condición es hereditaria y para esa tampoco existe detergente. Sin lugar a dudas y sin derecho a pataleo, una vez consumado el hurto del marido en cuestión, mis hijos serán, indiscutiblemente, unos hijos de puta.

Y si estoy aquí escribiendo estas vainas no es porque quiera fama o compasiones virtuales, ni porque me enorgullezca de tumbarle el marido a otra. Escribo, simple y llanamente, porque quiero ser el cacho y no sé cómo, porque vivo como El Coyote, porque generalmente me sale el tiro por la culata y porque, en fin, he llegado a la conclusión de que ser el cacho no es tan fácil.

Incluso he empezado a sospechar que ser puta viene genéticamente programado, que uno lo hereda de alguien, que si la abuela de uno bailó o no cancán entonces uno será o no una leona, una fiera seductora e irresistible. No obstante, haberme formado en un colegio católico y conocer la alta tasa de putas con hijas monjas; es decir, de monjas hijas de puta, me lleva a dudar de mi teoría científica y pesimista. El hecho de que mi madre sea una santa es el tiro de gracia para concluir que Mendel debió pasar menos horas escribiendo pendejadas y más tiempo montando cuernos. Así, si algo he aprendido desde que pretendo ser el cacho, es que las verdaderas bichas no nacen… ¡Se hacen!

Ahora, pues, échenle bolas los que me quieran juzgar, digan lo que tengan que decir, solidarícense o respiren por la herida, según sea el caso. Eso sí, no dejen de echarme una mano en este negocio tan complicado que es meterse a robamaridos.